Nueva realidad: El caos del orden mundial


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Nadie nace siendo racista, pero sí con un color de piel, posición económica, política o social privilegiada. La tez blanca, la educación, la religión, las oportunidades y aceptación social, son factores de discriminación involuntarios que, no obstante, incrementan la brecha entre unos y otros. Acostumbrados a condenar los actos, nos hemos olvidado de las omisiones, que muchas veces tiene mayores consecuencias. 

Muchas cosas se han dejado de hacer, y sin embargo existen otras que deberían hacerse. Los países abolen la esclavitud pero, algunos prohíben a sus ciudadanos la nacionalización, otros han alzado las restricciones impuestas a ciertos grupos de la población, pero los han dejado al margen de cualquier decisión. Cómo llamar libre a una persona que se sigue tratando como esclavo, a la que sin importar el título que se le ha dado, su posición social permanece siendo la misma, la del explotado y aterrorizado. 

Las leyes han expulsado de sus textos las penas inhumanas pero, en las prisiones el régimen es el de un zoológico, con espacios para desarrollar el instinto de supervivencia frente a la ley del más fuerte. De qué manera hablar de equidad cuando la educación sólo admite un idioma, y la cultura se ha trasformado en sinónimo de ignorancia. Imposible es decir que existe un estado de Derecho cuando el origen y color de la persona determinan los derechos que le corresponden. No, nadie nace racista, pero el sistema en el que vivimos inevitablemente nos invita a serlo, consiente o inconsientemente, nuestros genes y apellidos nos abren y cierran puertas, se muestran como una ventaja o como un obstáculo, como un beneficio o una condena. 

En 1943, Antoine de Saint-Exupéry, escribía en su obra Carta a un Rehén que las vanguardias practican la caza del hombre, al que no miden en sustancia sino en síntomas, que no son otra cosa sino los rasgos que nos diferencian unos de otros, rasgos que delatan nuestro origen, nacionalidad o estatus social. Síntomas que resultan de la "verdad adversa que les parece una enfermedad epidémica", es decir, que resulta de lo extraño, y que con la ignorancia se traduce en incorrecto. De la misma manera, el francés escribía que, "cuando el nazi respeta exclusivamente lo que se le asemeja, sólo se respeta a sí mismo". 

Algo similar a lo que ocurre en nuestros días, cuando las personas en América África, Europa o cualquier parte del mundo, hacemos de nuestros ideales un pensamiento inmutable, cuando concebimos en las costumbres de los demás un retraso ideológico, cuando vemos en sus vestimentas la inferioridad, cuando escuchamos en sus dialectos y lenguas la voz del analfabetismo, o simplemente cuando nos cerramos al resto del mundo por creernos correctos, mejores. Un actuar que el mismo escritor condena como inhumano al señalar que, "el orden por el orden castra al hombre de su poder esencial", aunque no con eso nos invita a una vida llena de caos, sino a una vida dinámica y flexible, tolerante y respetuosa de su diversidad. 

Para coexistir, la humanidad se ha inventado una serie de reglas, pero en algún punto, nos hemos dejado absorber por ellas, borrando de nosotros mismos el sentido de lo que ser humano significa. Procurando el control sobre las cosas, nos hemos obsesionado con el poder del mando, derivando en la superioridad de algunos y la servidumbre de otros. El orden debe existir para dirigir, no para limitar.

La educación seguirá siendo factor de discriminación mientras sea una ventaja y no una herramienta para concientizar; la salud se mantendrá como un privilegio en tanto los servicios públicos sigan estando por debajo de los privados; el color de la tez se mantendrá como un generador de racismo mientras no se admitan todas las razas como iguales. Los tiempos actuales exigen una respuesta tenaz y firme, y las marchas y los gritos, y los incendios y los golpes, son reflejo de la impotencia, del cansancio, de la opresión.

Y sí, todos ellos violentan el orden civil, pero fue ese orden el que primero violó su dignidad, su libertad, su vida; no hay una manera correcta de protestar y exigir justicia, como no hay violación que deba quedar impune y silenciada. Porque hace uno días, cuando un hombre negro murió en manos de la prepotencia de un hombre de piel blanca (si aún se le puede considerar hombre por matar de aquella manera), y aunque hoy su nombre sea el lema de los que se alzan, no se trata de un caso aislado, sino de toda una diversidad de personas que han sido discriminadas y violentadas por décadas, durante siglos. 

Sin perder de vista la pandemia que atravesamos, es importante preguntarnos, cuál es la realidad a la que queremos regresar. Los meses de aislamiento nos han hecho añorar la vida que se tenía antes de vernos obligados al confinamiento, pero ¿qué vida era esa? La de un planeta contaminado, que en nuestra ausencia comenzaba a sanar; la de una sociedad donde las clases más bajas se han sentido timadas y olvidadas cuando han tenido que elegir entre el trabajo y la salud; la de una civilización que se ha concentrado tanto en mantener el control sobre todo y sobre todos, que hemos perdido nuestra humanidad. ¿A esa realidad queremos volver, a la que le arrebató la vida a George Floyd, la que desprecía sus orígenes indígenas, la que olvida todos los crímenes?

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