Foto: BBC
Tlatelolco, 02 de octubre de 1968. El
gobierno mexicano asesina a más de ocho mil personas en la Plaza de las Tres
Culturas, la mayoría de ellos: estudiantes. Puebla, 05 de marzo de 2020. Previo
(durante) el inicio de la pandemia en México, estudiantes de diferentes
universidades protestan en contra de la violencia sufrida en el país. Ambas
causas (guardando las proporciones) con un impacto social, antecedentes que
marcan, que definen la interminable lucha entre el pueblo y el Estado,
específicamente, la revolución incansable de los jóvenes.
Una revolución que
jamás se ha puesto en duda, por lo menos en cuanto a las intenciones, esa flama
inagotable que los jóvenes se empeñan en mantener viva. Sin embargo, como bien
se ha enseñado, la revolución, para existir, no puede limitarse a las ideas,
sino que requiere de un movimiento, de un cambio radical. Y aunque los jóvenes,
tanto de ayer como de hoy, han demostrado poseer una convicción firme, más no contundente,
no existe antecedente en nuestro país que muestre una verdadera rebeldía.
Pareciera
incluso, que los movimientos estudiantiles, procuran contradecir la cita del
autor mexicano, Juan Rulfo, en la que señala: "Nos salvamos juntos, o nos
hundimos separados". Pues, en realidad, parece ocurrir en sentido
contrario, sobre todo, cuando observamos que, son los casos aislados,
individuales, los que producen una inconformidad colectiva y por la que la
sociedad siente empatía. En cambio, los núcleos juveniles parecen discrepar, e
incluso mantener un conflicto interno en cada paso que procuran dar. Así,
mientras pretenden formar una idea, una filosofía común, parecen que las
diferencias son mayores que los acuerdos.
Tampoco es difícil notar en el país un
agobio, un hartazgo, desconcierto, y hasta desagrado, por la lucha emprendida
por los miembros más jóvenes. Será tal vez que, aunados al conformismo, la
historia les da razón a los que piensan que los movimientos estudiantiles no
solucionan, o solucionarán nada. Sea por la opresión del gobierno, sea por la
ausencia de convicción, sea por una negociación de la que sólo una parte se ve
beneficiada, sea por la falta de recursos, sea por la falta de organización.
Si
por algo la juventud está destinada al fracaso, sin remedio alguno, es la
inexperiencia, en el ámbito social, político, y por qué no, hasta cultural.
Grave error sería acusar a los jóvenes de ignorancia (aunque los hay), por eso,
debemos precisar la delgada pero, existente línea, entre ésta y la ilusión. Si
el general, e histórico presidente de nuestra nación, Porfirio Díaz, se
lamentaba por México, nosotros hemos de lamentarnos por la juventud; tan
lejos de la libertad y tan cerca de la realidad.
No puede existir posición más
contradictoria que la de la juventud, cuando la esperanza aparece para subsanar
las carencias de los ideales, cuando la energía es capaz de resistir las
adversidades sociales y económicas, cuando más se cree en un cambio y aún se tiene
tiempo para la indignación. Sin embargo, la juventud es también ese limbo donde
los soñadores pueden quebrarse, corromperse, y los ya corrompidos, doblegados,
perseverar en los pensamientos instaurados por el sistema, complacientes con
las expectativas, obligados a formar parte del colectivo para no perecer.
Mucho se ha hablado ya de los errores
que cometieron los jóvenes durante el 68, y sin embargo, parecen ser los mismos
que llevaron a los intentos más recientes al fracaso. Errores que, ni la fuerza
la que se marcha, con la que se grita, con la que se convoca, con la que se reúnen,
pueden compensar. Mirar en el prójimo el éxtasis, la adrenalina, la emoción, la
euforia, y todo el ambiente heroico que puede idealizarse alrededor de un movimiento,
ciegan a la juventud, o lo que es peor, le da razones para creer.
Creer que si
millones de estudiantes sienten el mismo hartazgo, y están dispuestos al
sacrificio que exige el cambio, éste puede darse en realidad. Una excitación
que termina apenas se entiende que, no basta con la voluntad, que se requiere
de una colaboración exhausta, de líderes, de una visión clara y una postura determinada,
casi obstinada. Algo que, no obstante, ninguno está dispuesto a hacer, a ser,
porque ser revolucionario es un sueño, y vivirlo un momento basta para
satisfacerlo. Por supuesto, existe un motivo por el que aquel fugaz momento,
ese brillo cauteloso de la juventud existe: inspirar.
Quizá hemos entendido mal
a la juventud, quizá no son ellos los que deban encabezar la revolución, sino
quienes les han precedido. Y por eso se levantan, alzan la voz, cuestionan y
pelean, no porque se sepan capaces, o invencibles, sino porque esperan que,
exista alguien que los mire y que encuentre en ellos una motivación, un
recuerdo, que los llame, que no les haga olvidar las causas que prometieron,
por las que, así como las nuevas generaciones, lucharon mientras permanecía en
ellos el deseo de hacer la revolución.
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